Sé su comienzo, tan simple, tan sencillo… no sé su final.
Él es el diario en el que escribo, complice callado, que se deja surcar por los trazos, a veces temblorosos y acongojados; a veces, firmes y fieros de mis deseos, temores y sentimientos.
Él deja mojar sus páginas con mis lágrimas que seca con sus palabras de aliento, y me permite rasgarlas cuando se desborda mi ira, aplacándola con su silencio.
Me hace enfadar con sus hojas en blanco, que nunca cuentan nada y exigen que siga escribiendo, haciendo salir lo que ni siquiera yo sé que tengo.
Es el que me llama todos los días para recordarme que sólo tengo que abrir el cajón y allí lo encuentro, que no cambia de lugar y a todos sitios llevo.
Me hace sonreir cuando lo abro y allí lo veo y a mi mente asoma una noche cuajada de estrellas y un hombro firme donde apoyar la emoción que me hace sentir ese maravilloso cielo.
Pasar una a una sus páginas y leer lo que escribo hace que mis ojos brillen al ver cómo se alejan los nubarrones, dejando de llover y un reluciente sol me deslumbra con sus destellos; los destellos de su sonrisa que nunca me niega y no sé si me merezco.
¡Qué diario tan hermoso me regaló la vida!
¿Cuál fue su intención al hacerlo?
¿Podré envejecer pasando una a una sus ajadas y amarillentas hojas?
El futuro es incierto, sin embargo, sé que mi cajón siempre estará ocupado por él, porque él es mi amigo, mi cómplice; el que siempre escucha y calla; el que no siempre me comprende; el que siempre me sonríe sin esperar nada; el que sabe sacar de mi todo lo que soy y ante el que me muestro tal y como soy.